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Jorge Michel, un escultor a la altura de los árboles



Fue marinero, poeta y publicista, pero encontró su pasión como escultor de madera de árboles caídos. El retrato de un hombre fuera de lo común.


Hay una palabra en la que todos coinciden al recordarlo: flechazo. Quienes lo conocieron hablan de lo que ese hombre alto y corpulento, muy atractivo, producía en los otros. Así, en el acto. Un cupido. O un Sherezade. Porque –dicen– fue un gran contador de historias, podía narrar por horas, sin que nadie se moviera de ahí. Pero también un solitario: huérfano de madre desde muy chico, con un padre no muy presente, durante diez años fue fogonero en los barcos. Hasta que un día dejó las aguas y saltó a las artes. Siempre lector ávido –desde los viajes en el mar–, poeta con varios libros editados, publicista en agencias como creativo, director de cine. Después de esos recorridos, hizo el nudo marinero que lo amarró a su mejor puerto: la escultura. Arte que nunca dejó y en el que se desarrolló como artista.


Pasaron 30 años de su muerte y la figura de Jorge Michel (Buenos Aires, 1925-1991) vuelve a ponerse en circulación. Entonces se puede hablar de la recuperación de su obra, como por ejemplo haber dado con parte de sus piezas que quedaron en Estados Unidos, luego de una muestra en Nueva York en 1989, dos años antes de morir, y que después de su muerte se consideraban extraviadas. O seguir la pista de un obra suya a través de los inventarios de un banco y encontrarla en un depósito; desempolvada, volvió a la vida. Eso mismo, traerlo al presente para regresar a sus obras, como los dos bancos que están en el Malba, Encuentro o máquina fósil y Banco con ocho elementos. Y saber que hay otras que forman parte de la colección JP Morgan, del Sheraton o del MET. Que expuso en Munich, en Exempla 73, donde presentó uno de sus primeros bancos en madera. O que a mediados de los 80, hizo una exposición individual en el Palais de Glace. Un punteo que permita conocerlo por primera vez para quienes todavía no entraron a su mundo, revisitarlos para quienes sí; en presente, cerca de lo creado tan cuerpo a cuerpo. A propósito de esta recuperación, su nieto, Iair Michel Attías, editor audiovisual, dirige su primer documental sobre la figura y la obra de su abuelo, con quien no tuvo vínculo. “No lo llegué a conocer. Cuando él falleció, yo tenía apenas meses”, dice Iair. El film cuenta con el apoyo del Incaa, de Mecenazgo Cultural y del Fondo Nacional de las Artes. Pero aún antes de contar con eso, había empezado a grabar. Partió de la idea de que no fuera una biografía lineal. “Su vida es una parte, y la otra es el presente y el devenir. Este proceso que hice, de ir a visitar amigos y familiares 30 años después, y de mover cosas que habían quedado suspendidas, fue una especie de efecto dominó”.





Armar lo que cuente a su abuelo. Pero no fue el único que entró a destiempo a la vida del escultor. También el hijo –padre de Iair–, que había nacido de un primer matrimonio de Jorge Michel con Judith Zagalsky, no tuvo vínculo con el padre sino hasta grande. “Mi papá era un bebé cuando mi abuelo se separó de mi abuela. Pasaron muchos años y él se crio con la nueva familia de mi abuela, sin saber que su padre era otra persona. Eso hizo que lo conociera en la década del 80, cuando mi abuelo ya era escultor”.


Michel trabajó especialmente la madera. Proceso que iba desde la decisión por un determinado árbol, el paso a paso del cuerpo exigido sobre los troncos, hasta la sutileza de un pulso que se definía en los detalles. Como es detalle, también, que lo llamaran por su apellido como si fuera nombre: Michel. El escultor Ricardo Longhini, quien se define como “amigo de Michel desde 1979 y hasta siempre”, sintetiza, así, el camino de su colega: “Escucharlo hablar siempre era muy interesante. Daba la impresión de que había vivido varias vidas, es decir, que había sido otras personas: iba de foguista de barcos mercantes a gerente de Canal 9, de escritor a publicista en Lowe. Finalmente, lo que vivía con una inmensa alegría era ser escultor, eso a lo que dedicaba toda su energía”.


Una cartografía del yo

Si la vida se representara con un mapa, es decir, en un gráfico que pudiera verse desde arriba –cenital–, principio y fin en Jorge Michel se marcarían con un único signo: nació y murió un mismo día. Un 24 de diciembre de los distintos años. “Varios destacaban eso –afirma Iair–, contaban que él había dicho que moriría el mismo día que nació. Él venía de un año y medio de estar enfermo. Coincidió de esa manera, a los 66 años”.


En la madera de la vida de Michel, hay un nudo que algo cuenta: en los 60, hizo un giro: comenzó a dedicarse a la escultura y conoció a la artista Josefina Robirosa, quien sería su segunda mujer. En 1968 entró de lleno a la escultura: tenía 43 años. Solo tuvo 23 más para generar obra. Sobre esto, el escultor y arquitecto argentino Pablo Reinoso, que estuvo desde los 18 años en el día a día con el escultor hasta irse a vivir a Francia en 1978, dice: “Cuando empezamos nuestra amistad, empezó el oficio. En ese punto Michel era muy claro. No tomaba alumnos”. Habla de él como de “un maestro” y agrega, en seguida: “maestro de las cosas buenas y malas en la vida”. Y desde ese vínculo tan cercano, Reinoso se detiene particularmente sobre la relación tiempo y obra en Michel: “Dejó de ser el marinero, el director de publicidad, el marido de Josefina, para ser lo que había decidido: dedicarse a la escultura. Y se encontró con los medios productivos, con la fuerza de la edad. La escultura es una tarea muy física, que él tuviera semejante cuerpo era muy bueno”.


Entonces, las etapas de sus trabajos. Y ganarle la carrera al tiempo. “Los artistas –subraya Reinoso– tienen sus períodos. Él me decía que yo estaba siempre al día con lo que quería hacer y que él estaba atrasado, que había tantas cosas que quería hacer y tenía que elegir cuáles, para ponerse a nivel de lo que era su presente para atacar su futuro”.


La escena fundante de Reinoso con Michel sucede al día siguiente de que se conocieran en casa de una amiga en común. A las 7 de la mañana del día siguiente, Reinoso, que estudiaba arquitectura, faltó a la facultad: los dos se encontraron a esa hora sobre un puente del ramal Tigre a Panamericana. “Jorge me invitó a conocer el aserradero donde compraba las maderas”, recuerda. Y desde ahí, trabajó con él a la par. Por eso sabe que Jorge Michel silbaba cuando esculpía. Y aunque alto y corpulento, tenía una voz aguda, el lado imperfecto del “buen mozo fortachudo”.


La escritora y poeta Alina Diaconú, también muy cercana. Autora de más de veinte títulos; su último poemario, Y seremos como dioses (2021), ilustrado por Guillermo Roux. Ella y su marido fueron vecinos del escultor y la pintora. Pero no en la época de La Celeste, la casa en San Isidro diseñada por Clorindo Testa para Josefina, que significó un lugar de encuentro de muchos artistas. En esa casa, la pareja vivió junto a los hijos del primer matrimonio de Robirosa. Pero Diaconú se refiere a un espacio que llegaría después, en San Telmo. “Terminé siendo muy amiga –casi una hermana– de Josefina Robirosa, una mujer exquisita y sofisticada”. En cuanto a la obra de Michel, Diaconú dice: “Era un artista total. No solo diseñaba sus obras, sino que las tallaba a mano él mismo, una labor titánica. Uno lo veía entre bloques de rocas, grandes troncos de árbol y recordaba sus experiencias de marinero. Parecía un obrero alto, rudo y robusto: con su ropa de fajina, sus borceguíes, su gorra. Un obrero guapo. Uno de los argentinos más pintones que conocí. Y la originalidad que había en sus trabajos era única, tenía un estilo muy reconocible y propio”.





“Demasiado lobo solitario”

Número redondo. Una decena de imágenes sobre un abuelo con el que no se creció. El cuerpo grande del escultor retratado sobre troncos más grandes aún. Ver de qué manera sostiene una herramienta o cómo mira. El instante en que fue retratado, pero ahí, sobre la mesa, el nieto contó solamente con diez instantes. “Esas fotos recién estuvieron en mi casa cuando yo tuve seis años. Mi madre se había contactado con la familia de Josefina Robirosa y esas fotos fueron el único registro que yo conocí de él”. Armar, entonces, desde las voces de los otros, sin un registro directo. Salir a unir las piezas. Y cada una tiene el fragmento de un color que, con suerte, se entenderá en el todo. No fueron solo los distintos trabajos. ¿De cuántos yo está hecho un sujeto? El yo en Michel que atrapaba narrando historias. Y otro, como un personaje: se dice que Juan Carlos Onetti escribió El astillero y Matías el telegrafista pensando en él. Y está también el yo bon vivant, aunque cocinara algo simple como un bife en su taller, ahí aparecía, también, porque la cocina no se le escapaba. Diaconú recuerda esos asados organizados por el escultor en su taller de Barracas, el espacio que vino después de La Celeste. “Sensacionales los amigos y los asados –dice Alina Diaconú–. Era muy buen cocinero, muy gourmet”. La poeta subraya la generosidad. “Me regaló dos esculturas para mis cumpleaños y algo invalorable: un pedazo numerado del Muro de Berlín, que tengo bajo una campana de vidrio y que le habían traído de Alemania. Él había leído mi novela El penúltimo viaje, donde figuraban algunas anécdotas autobiográficas de mi infancia en la Rumania estalinista. Ese libro mío se publicó justo ese año, 1989, simultáneamente con la caída del Muro y Michel me dijo que ‘esas piedras’ eran para mí”.


También Longhini lo recuerda por su forma de cocinar. “Nos conocimos a través de un amigo en 1979. Él nos invitó a almorzar y nos recibió en su taller con caviar y champagne. Hace poco recordaba lo buen cocinero que era, aunque solo tenía un anafe de dos hornallas”.

Llegó a Barracas después de La Celeste. Quienes conocieron el lugar lo describen como un gran taller donde esculpía el día entero. “Allí trabajó y soñó durante su etapa más importante. Como artista fue capaz de llevar adelante una imagen surgida de su interior, con claridad; y como compañero fue de una generosidad que nunca podremos igualar”, destaca Ricardo Longhini.


Pablo Reinoso recuerda también ese costado del escultor: “Mi primer gran pedazo de madera me lo consiguió él. Me dijo que me lo había regalado el dueño del aserradero. Cuando vendí esa escultura, la vendí con Michel, que hizo la negociación, fui a pagarle al del aserradero. Me dijo que no le debía nada, que la había comprado Michel. Yo sabía que él estaba detrás de un árbol de mora, que es el del Malba. Lo compré y corté como él lo iba a querer. Le dije que se me había trabado el aparejo, si podía mandarlo a su taller. ‘Qué buen árbol’, dijo cuando lo vio. Le dije que era una devolución de lo suyo”.


Podía ser generoso. O arisco. “Tenía muy buena relación con muchos artistas –señala Reinoso–, fue muy querido por colegas. Pero tenía muy mala relación con el medio artístico. Era demasiado lobo solitario”. En 1987 aplicó a la Beca Guggenheim. En su presentación, escribió: “No creo en el arte como una actividad competitiva. Por esta razón nunca he presentado mis obras a concursos ni premios”. Fue rechazado. Entonces, la pregunta vuelve: ¿De cuántos yo está hecho un sujeto? Iair Michel Attías salió a buscar más fotos que esas primeras diez. También voces, y rastrear las obras. Así como esa vida. “En un momento me di cuenta de cuál era mi lugar en todo esto –dice Iair–. Acá hubo un artista muy interesante y una historia que merece ser contada. Quería vencer el gesto contra el olvido, que merezca ser revisitado”.

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