Por Diana Castelar
Todo en su persona sugiere dinamismo y vitalidad. Con el pelo entrecano cubierto por una gorra que le da un ligero aire marinero y el rostro espolvoreado por una fina capa de polvo de mármol, el escultor Jorge Michel se mueve a sus anchas entre enormes bloques de granito negro y amarillentos cortes de travertino. "Un mármol de San Juan igual al de Roma, con este mismo material está hecho el Coliseo", dice.
Cuenta también que a los 61 años decide encarar por primera vez una exposición de sus esculturas. "Hasta aquí no lo había hecho porque no me invitaban, porque el lugar no era adecuado, o porque no tenía suficiente obra". Ahora parecen conjugarse todos esos elementos en el ámbito del ex Palais de Glace, a donde fue convocado por la Dirección Nacional de Cultura. "Claro que esto me obliga también a dejar por lo menos dos meses de trabajar; esto no es fácil para mí, que ajetreo todo día como un obrero", dice.
– Al ver sus enormes esculturas uno piensa que el artista debe ser también una especie de cíclope.
– No es para tanto, pero somos pocos los que tenemos el oficio: hay que hacer también de picapedrero. Yo mismo voy a buscar el material a la cantera, lo cargo en camiones, lo traigo al taller y lo trabajo hasta terminarlo. Todo eso es lo que me me posibilita hacer esta escultura: si no el costo seria muy alto.
– Usted decía que trabajaba como un operario, ¿Se levanta muy temprano?
– Claro, mi cotidianidad es bastante distinta de lo que se piensa en general de la vida de los artistas. Me levanto a las cinco y media de la mañana Todos los días, incluso sábado y domingo, y me vengo al taller. Me lo hizo un arquitecto según mis necesidades, ya que prácticamente vivo aquí: me hago el desayuno, el almuerzo y muchas veces la comida de la noche.
–¿Cómo llegó a la escultura?
– Estuve embarcado durante largo tiempo en barcos de distintas banderas. El marino debe obligadamente adquirir varios oficios al mismo tiempo; se es carpintero, herrero, guinchero, cocinero. AIIí empecé a hacer pequeñas tallas.
– ¿Entonces, del barco llegó directamente a la escultura?
– No, en realidad vengo de la literatura. Tengo publicados dos libros de poemas y siempre pensé que mi oficio iba a ser la literatura y mi hobby la escultura.
– Pero fue al revés…
– Sí; descubrí que la literatura tenía poco que ver conmigo, me advertí ingenioso y nada más. Me di cuenta de que escribía para los demás, para ser leído y escuchar los comentarios de los otros.
– ¿Y no le sucede lo mismo con la escultura? ¿No trabaja para que se vean sus obras?
– Sí, pero en segunda instancia. Lo hago para un espectador distante que no conozco, ni siquiera sospecho. Además, mientras trabajo, ese espectador está ausente. El lector, en cambio, estaba siempre presente cuando yo escribía. Con el espectador de escultura hay más distancia.
– ¿Pero hay un espectador de escultora, como usted dice?
– Sospecho que lo hay, pero no lo conozco. La escultura es la hermana pobre, empeñosamente pobre de las artes plásticas. Un crítico alemán dijo una vez que escultura es eso con lo que tropezamos cuando queremos ver bien un cuadro.
– Esta escasa valorización de la escultura ¿es un problema netamente argentino?
– Pienso que sí. En Estados Unidos, Europa, Alemania, Inglaterra, es frecuente ver esculturas de gran tamaño. Pero aquí estamos muy limitados por lo económico y muchos artistas han debido pasar de escultores a hacedores de pequeñas cositas. Cuando yo estaba en el barco hacía esculturas chicas, tallaba maderas, hacía yesos, barritos, que es lo que la gente ha dado en llamar escultura. Pero todos esos son apenas pasos previos a la escultura en sí. Y después están las otras cosas que la gente también llama esculturas, como puede ser una plancha apoyada sobre un cilindro. Yo llamo a eso objetos, no esculturas.
– ¿Cómo es su propio proceso de trabajo? ¿Empieza por dibujar?
– Estoy completamente en contra del dibujo: hay que saber dibujar para resolver algunos problemas previos, pero la escultura hay que verla en el bloque de mármol o piedra. A veces tengo una idea de la escultura completa, con la figura y su base; otras la visualizo en una sola pieza; pero en los comienzos todo es siempre impreciso, después se va armando solo.
– ¿La concreción siempre responde a esa imagen previa?
– A veces se comienza desde una idea muy opaca, pero la obra crece dentro de la fantasía, otras veces es a la inversa, uno cree que está construyendo una obra donde lo que pesa es la fantasía y en cambio resulta algo sensato y equilibrado. Pero en ninguno de los dos casos se queda conforme: el creador siempre espera más.
– ¿Ese constante contacto con la materia hace que la escultura resulte más sensual que la pintura?
– Eso no puedo decirlo; estoy casado hace 27 años con la pintora Josefina Robirosa y conozco a través de ella el sexualismo del color y del espacio que experimentan los pintores.
– Pero si es capaz de saltar esa valla, ¿está dispuesto a admitir que la escultura es más visceral?
– En mi caso diría que sí; soy un sujeto que se reconoce como un sensual. Para mí los sentidos son más importantes que la escultura razonada: trabajo con el tacto, con la vista, con toda la piel. Adoro mi trabajo; le digo más: no soy otra cosa que mi trabajo; no hay viajes ni dinero ni cosas exteriores que me puedan sacar de esto.
– Es comprensible, su taller es particularmente hermoso. ¿Pero cómo se las arregla cuando su mujer quiere viajar?
– Josefina es la que viaja, a veces insiste y la acompaño, pero a la semana me vuelvo, no puedo vivir lejos de aquí. Un pintor, un escritor, pueden llevar su mundo consigo. pero el escultor tiene el mundo en su taller.
– Siendo su mujer también artista, ¿hay competencia entre ustedes?
– Para nada. No porque esté de moda ahora reivindicar a la mujer: jamás he sido machista. Siempre detesté la idea de que hay cosas que los hombres pueden realizar y las mujeres no. Soy respetuoso de mi individualidad y por lo tanto de la ajena: nunca se me ocurriría pedirle a Josefina que me cosiera un botón o me sirviera la comida. Entonces se establece una relación muy especial que por niveles más altos de comunicación.
– ¿Se critican mutuamente?
– Claro, la pintura de Josefina me gusta, pero cuando algo no me gusta, se lo digo. Otras veces la traigo aquí de apuro para que me diga lo que opina de una escultura mía; si no le gusta, me queda la inquietud de saber qué es lo que no anda. Lo mismo me ocurre con la crítica de mis amigos más queridos como Pablo Larreta, Jorge Gamarra, Ricardo Longhini. Con los años, la única crítica que me interesa realmente es la que parte del afecto; se entiende que hablo de la gente que está en el tema, que sabe ver. Esos que no me van a elogiar porque sí.
–Usted se pasa mucho tiempo aquí en el taller. ¿Cuál es su relación con el barrio?
– Barracas es un barrio muy provinciano, me conocen todos, el carnicero o la señora que me vende el pan. Soy un poco el escultor del barrio y eso me hace sentirme bien, como protegido.
– Por lo que se ve es un hombre muy sumergido en su profesión. ¿El ser artista lo aísla en cierto modo de lo que sucede a su alrededor?
– Los escultores no podemos aislarnos porque estamos continuamente inmersos en la realidad. Trabajamos con la economía, no solo por lo que vendemos sino por lo que compramos. Todos los días debemos proveernos de clavos, tenazas, oxígeno para soldar. Y tenemos un intercambio continuo con la comunidad.
– ¿Se puede vivir de la escultura?
– Yo vivo de la escultura, pero ningún escultor puede ser rico. Un pintor, sí. Ellos venden talento; nosotros vendemos materiales, mano de obra, herramientas y taller. Apenas si podemos hacer un pequeño margen sobre todos esos gastos.
– ¿Y el talento?
– El talento no lo vendemos porque nadie lo pagaría.
Publicada el 11 de Mayo de 1986.
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